domingo, 17 de octubre de 2010

Tema 1. RAÍCES, DE LA ANTIGÜEDAD A LA EDAD MODERNA (El proceso de romanización y cristianización en Hispania)




La presencia de los romanos en la Península convirtió las tierras que dieron en llamar Hispania en una provincia de su vasto territorio. La sociedad se romanizó al abrazar los modos de vida y las ideas de la nueva civilización, cimentada en un poderoso Estado, en la difusión de la urbanización y, en una cultura y una religión muy helenizadas. Este proceso de integración, denominado romanización, duró cientos de años. A lo largo del mismo, Hispania se convirtió en una región pacífica y próspera, sus ciudades gozaron de un alto grado de autonomía y se hallaron plenamente integradas en los circuitos económicos y culturales del mundo mediterráneo.

La descomposición del poder imperial romano en Occidente abrió el camino a las invasiones bárbaras. Como consecuencia, los visigodos crearon en Hispania un reino aislado políticamente, ruralizado y empobrecido que, sin embargo, mantuvo viva la cultura latina y cristiana, y el recuerdo del Estado imperial hasta la llegada del Islam.


LA CONQUISTA .

Tras la victoria sobre los cartagineses en la II Guerra Púnica, la presencia militar romana en la Península se hizo permanente. La posibilidad de explotar sus enormes recursos motivó la elección de dos magistrados para la administración política y militar del territorio, dividido desde 197 aC. en dos provincias: Citerior (más próxima a Roma, junto al litoral mediterráneo hasta Cartago Nova, y las Baleares) y Ulterior (más alejada y correspondiente a los territorios del valle del Betis).

El proceso de conquista fue largo y estuvo jalonado por numerosos episodios de revueltas indígenas y periodos de tregua. Tradicionalmente se distinguen cuatro fases:

a) La primera coincidiría con la victoria sobre los púnicos y el asentamiento sobre los territorios del sur y este peninsular, las zonas más acostumbradas al contacto con las culturas mediterráneas y en las que resultó más fácil su implantación.
b) La segunda supondría la orientación de la actividad militar hacia el oeste y la Meseta, donde Roma se encontró con muchas dificultades en su lucha contra los lusitanos, entre los que se hizo célebre su caudillo Viriato, y los celtíberos, cuyo espíritu guerrero fue ejemplificado por la ciudad de Numancia (Soria), que resistió tenazmente el asedio romano hasta su caída en 133 aC. frente al ejército de Escipión Emiliano “el Africano”. Como consecuencia de las guerras lusitanas y celtíberas, la mayor parte de Hispania pasó a manos romanas, con la excepción de la franja cantábrica.
c) Durante el siglo siguiente apenas existieron campañas de expansión territorial, con la excepción de la conquista de las Baleares. Sin embargo, la Península adquirió un enorme protagonismo en las guerras civiles que se desencadenaron en Roma y acabaron con la República para dar paso al Imperio. Los dos episodios más importantes que afectaron a Hispania en este periodo fueron consecutivamente la guerra de Sertorio (pretor de la provincia Citerior, partidario de las reformas populares que había defendido en la metrópoli Cayo Mario y del mejoramiento de las condiciones político-sociales de los pueblos hispanos), quien se rebeló frente al Senado y al líder conservador Sila; y la guerra entre Julio Cesar y Pompeyo, los dos generales de más prestigio de la época final de la República, que representaban al tiempo los intereses del bando popular y aristocrático respectivamente, y que concluyeron con un vacío de poder tras la victoria de Cesar en la batalla de Munda (Córdoba) en 45 aC. y el asesinato de éste un año más tarde a las puertas del Senado romano.
d) El sucesor de Cesar: Octavio, fue el principal beneficiario de las guerras civiles tras derrotar asimismo al último partidario de los aristócratas: Marco Antonio. Así, en 31 aC., quedó como única autoridad de Roma (convertida en un Imperio) con el sobrenombre de Augusto, título que en adelante adoptarían también todos los emperadores romanos. Bajo Octavio se completó la conquista de Hispania dirigida ahora contra los pueblos del norte peninsular. La campaña se inició en 29 aC. y fue dirigida personalmente por el emperador. Diez años más tarde había concluido con el exterminio de los hombres jóvenes y la reubicación del resto de la población en los valles más accesibles. Con el fin de premiar a los veteranos de la campaña, Octavio fundó la ciudad de Emérita Augusta (Mérida). Más tarde impuso la pax romana y con ello aceleró el proceso de romanización iniciado con la llegada de los romanos en el siglo III aC.


LA ROMANIZACIÓN.

Se entiende por romanización el proceso histórico iniciado en la Península en el siglo III y en las islas Baleares una centuria después, mediante el cual la población indígena asimiló los modos de vida romanos en distintos aspectos: la organización administrativa, la urbanización y las obras públicas (la ciudad como eje de la vida en comunidad), las estructuras económicas y sociales (la propiedad privada de la tierra, la esclavitud, la familia patriarcal y el comercio basado en el uso de la moneda), el derecho (las normas jurídicas vigentes en el mundo romano), la cultura (ideología, pensamiento, educación, literatura, arte, etc.) y la religión. Se trata, por tanto, de un proceso de aculturación (asimilación cultural) latina por parte de las poblaciones indígenas que, sin embargo, conservaron en mayor o menor grado costumbres y formas de vida prerromanas. Este proceso no fue homogéneo en el tiempo (se intensifico notablemente a partir de la pax romana), ni se produjo del mismo modo en todas las regiones: fue muy acentuada en el litoral mediterráneo, el sur y las islas Baleares y progresivamente más leve hacia el norte y noroeste peninsular.


La organización administrativa.

Desde que se instalaron en la península Ibérica, los romanos introdujeron elementos organizativos propios, imprescindibles para la administración de los territorios conquistados: provincias, conventus, municipios..., que alentaron la vida urbana y la propia romanización.

La administración provincial.

Al igual que el resto de los territorios que incorporaba a su dominio, Roma introdujo en Hispania la administración provincial, que fue variando a medida que evolucionaba la situación política interna:
- Durante la República, en 197 aC., el territorio se dividió en las dos provincias citadas de Hispania Citerior e Hispania Ulterior. Al frente de cada una se situaba un magistrado o pretor que carecía de capital fija. No obstante, las sedes más estables durante este periodo fueron Tarraco (Tarragona) en la provincia Citerior y Corduba (Córdoba) en la Ulterior.
- Durante el Alto Imperio (siglos I y II dC.) Hispania se dividió en tres provincias, creadas por Octavio tras someter a los pueblos cántabros. Se mantuvo la antigua Citerior, denominada ahora Tarraconense, con capital estable en Tarraco. Y la Ulterior se dividió en dos: Lusitania, al oeste, con capital en Emerita Augusta, y Bética, al sur, con capital en Corduba. Las primeras, más conflictivas, fueron delegadas a magistrados de la confianza del emperador. La Bética, muy romanizada, era competencia directa del Senado de Roma.
Las tres provincias estaban divididas a su vez en conventus, circunscripciones más reducidas, con competencias jurídico-administrativas, que permitían un control más directo sobre el territorio.
- Durante el Bajo Imperio (siglos III a V dC.), las estructuras territoriales fueron remodelados por completo como consecuencia de la crisis que sacudía a Roma. El Imperio se dividió en diócesis, formadas por varias provincias y dirigidas por un vicarius. La diócesis de las Hispanias fue dividida en siete provincias; a las tres existentes se sumaron Gallaecia, con capital en Bracara Augusta (actual Braga, en Portugal); Cartaginense, con capital en Cartago Nova, y Baleárica, con capital en Palma, las tres segregadas de la Tarraconense. Se creó también la provincia de Mauritania Tingitana, con capital en Tingis (actual Tánger, en Marruecos).


El régimen municipal.

Por debajo de las provincias, las ciudades se convirtieron en las unidades administrativas básicas y en instrumentos esenciales en la romanización de los territorios conquistados. Para llevar a cabo este proceso se utilizaron dos vías alternativas:
- La creación de nuevas ciudades, las colonias, con personas procedentes de Italia o soldados veteranos licenciados. Hasta la definitiva pacificación de Hispania las fundaciones fueron muy escasas. La primera colonia fue Itálica (Santiponce, Sevilla) a fines del siglo III aC. y algo más tarde Corduba, Valentia o Palma. Durante las guerras civiles se aceleró el proceso como premio a las tropas leales a uno u otro bando; nacieron así Pompaelo (Pamplona), Barcino (Barcelona) o Hispalis (Sevilla). Tras las conquistas de Octavio, el emperador fundó nuevas ciudades para favorecer la penetración romana, como Emerita Augusta o Cesaraugusta (Zaragoza) y creó una red de emplazamientos de control a cántabros y astures: Bracara Augusta, Lucus Augusta (Lugo) y Astúrica Augusta (Astorga, León).
Las colonias presentaban una planta ortogonal (en cuadrícula), con dos ejes principales: el cardo, en dirección norte-sur, y el decumanus, de este a oeste, en cuyo cruce se situaba el foro o centro urbano, donde se encontraban los principales edificios públicos. Estaban rodeadas por una muralla que delimitaba las lindes de la ciudad y embellecidas por monumentos conmemorativos y edificios para espectáculos públicos. Además se dotaban de infraestructuras para las comunicaciones, sanitarias y para el abastecimiento de aguas.
- La transformación de las ciudades indígenas en federadas, por su colaboración con Roma durante la ocupación, caso de Gades, Malaka, Saguntum o Cartago Nova.
El resto de las ciudades indígenas fueron consideradas estipendiarias porque pagaban un impuesto (estipendio) a cambio de mantener su administración local, y a pesar de lo cual fueron romanizándose progresivamente.

Además, las ciudades estaban comunicadas por una importante red viaria que contribuía a cimentar la unidad del Imperio y dinamizar la vida económica.

El modelo específico romano de organización de la ciudad fue extendiéndose por la Península, primero entre las colonias y más tarde entre las ciudades indígenas. Es el denominado régimen municipal, compuesto por dos instituciones de gobierno de carácter autónomo: el consejo o curia, y las magistraturas, entre las que sobresalían los duunviros (jueces) y los ediles (que asumían tareas policiales, sanitarias, de organización de juegos, etc.). Los cargos de gobierno eran detentados por los grupos sociales dominantes, que constituían auténticas oligarquías; por eso, la crisis del Bajo Imperio que afectó directamente a estas clases supuso también el fin de las ciudades.


Las estructuras económicas y sociales.

El establecimiento del dominio político romano trajo como consecuencia la implantación de las formas económicas y sociales romanas, que se impusieron netamente sobre las indígenas. No obstante, a lo largo del periodo hubo importantes modificaciones. La crisis del siglo III, que precipitó la desintegración del mundo romano tuvo también su manifestación en la Península.


Las estructuras económicas.

Al llegar a Hispania, los romanos intensificaron la explotación de recursos iniciada por otros pueblos mediterráneos, convirtiéndola en un país proveedor de materias primas destinadas a la metrópoli.

El recurso más explotado fue la minería, que tenía para Roma una importancia primordial. Sobre todo, las minas de plata de Cartago Nova y Cástulo (Linares, Jaén), pero también las de oro, plomo, hierro, cobre, estaño y mercurio. En principio las minas eran propiedad del Estado, que garantizaba su explotación. Con el tiempo comenzaron a arrendarse e incluso a ser vendidas a particulares, reservándose en propiedad sólo las más importantes.

Además de minerales y metales, los romanos explotaron también los productos agrarios de la tríada mediterránea: vino, aceite y trigo. Los dos primeros, producidos en la Bética y la Tarraconense, fueron exportados abundantemente a partir del siglo I dC. Asimismo se potenció la manufactura de salazoles y garum (condimento alimentario), y la elaboración de cerámica (ánforas y loza fina de mesa, del tipo denominado sigillata hispanica), tejidos y armas de hierro.

El comercio se basaba en la moneda (el denario de plata). Para favorecerlo Roma realizó en Hispania una importante infraestructura de vías que conectaban las ciudades. Eran las vías principales o viae publicae, como la vía Augusta, que bordeaba el litoral mediterráneo hasta Gades; la vía Argentae, que unía Hispalis con Asturica Augusta; o la vía Complutum (Alcalá de Henares)-Cartago Nova, que unía la Meseta con el mediterráneo a través de La Mancha. Además había una extensísima red de vías secundarias que comunicaban las ciudades con núcleos poblacionales más pequeños.
La economía romana tenía como rasgos básicos el papel decisivo de las ciudades y la utilización a gran escala del trabajo de los esclavos. Pero a partir de la crisis del siglo III aquéllas entraron en decadencia y éstos fueron sustituidos por colonos. El comercio y la moneda fueron cada día menores, en un proceso evidente de ruralización. Proliferaron entonces las villae, propiedades campesinas de explotación agropecuaria que con el tiempo se convirtieron también en verdaderos centros de poder en sustitución de las ciudades.


Las estructuras sociales.

Hacia el siglo I dC., Hispania estaba habitada por unos siete millones de personas que poseían diferentes estatutos jurídicos. Una primera consideración era la de los hombres libres frente a los esclavos. No obstante, entre los primeros existían enormes diferencias según los grupos:
- La minoría de colonos romanos e itálicos, con plenos derechos políticos y de propiedad. Entre ellos, la orden senatorial –que incluía a los colonos más adinerados- ocupaba los altos cargos de la administración y el ejército, mientras la orden ecuestre se encargaba de los puestos inmediatamente inferiores. A medida que las ciudades fueron creciendo, esta clase social se hizo más poderosa, llegando a influir en la propia Roma o, incluso, proporcionando famosos intelectuales a la metrópoli como el filósofo Séneca (preceptor del emperador Nerón) o el poeta Lucano, nacidos en Corduba.
- Las elites indígenas, los decuriones, que imitaban la estructura familiar patriarcal romana y aspiraban a lograr la plena ciudadanía mediante la colaboración con los ejércitos de Roma, lo que no fue frecuente en época republicana. Durante el Imperio y especialmente a partir del Edicto de Latinidad promulgado por Vespasiano en 73 dC. la mayoría de estas elites pudieron convertirse en ciudadanos romanos de pleno derecho, y de ellas salieron algunos emperadores, como Trajano –nacido en Itálica- o Adriano –cuya familia, los Elios, procedían de la misma ciudad-.
- Los indígenas libres, tardaron algún tiempo en abandonar sus costumbres y su lengua, sobre todo en el interior y norte peninsular. Pudieron acceder a la ciudadanía romana a partir de 212 dC., cuando el emperador Caracalla la generalizó a todos los habitantes del Imperio.
- En la base social se encontraban los libertos, esclavos liberados que seguían dependiendo del señor, y por debajo de los cuales sólo se encontraban los esclavos.

Durante el Bajo Imperio (siglos III-V dC.) la estratificación social volvió a acentuarse pero esta vez por razones económicas, estableciéndose una diferencia muy acusada entre los honestiores, grandes propietarios, y los humiliores, la plebe. Esta situación creó las condiciones propicias para la aparición de revueltas campesinas, protagonizadas por esclavos y colonos que aceleraron la descomposición del Imperio.


El legado cultural.

La presencia de Roma en Hispania trajo como consecuencia también la introducción de su cultura, su religión y sus concepciones artísticas. Aspecto importante para conseguirlo fue el desarrollo del latín, que se convirtió en el idioma institucional y en un vehículo cultural que fue adoptado por las elites indígenas.
Pronto estuvieron los hispanos en condiciones de contribuir al florecimiento de la cultura romana. Esta aportación fue especialmente destacada en el siglo I dC., donde sobresalieron figuras de la talla del filósofo estoico Lucio Anneo Séneca, el maestro de retórica Quintiliano, el poeta Marcial, el historiador Lucano o el geógrafo Pomponio Mela.
El poder del Estado romano se vio asimismo reflejado en la construcción de numerosas obras destinadas a satisfacer a los ciudadanos y mejorar la calidad de vida de las ciudades. Así, edificaciones para espectáculos como los teatros (Mérida, Segóbriga, Sagunto,etc.), los anfiteatros (Mérida, Segóbriga, Tarragona, Itálica, etc.) o los circos (Mérida, Toledo, etc.); para la mejora urbana, como los acueductos (Segovia, Mérida, Tarragona, etc.), los puentes (Mérida,Alcántara, etc.) o las murallas (Lugo); para el embellecimiento de las ciudades (arcos de triunfo de Bará o Medinaceli); templos (como el de Diana en Mérida); sepulcros...

Los romanos respetaron los cultos locales, recurriendo al sincretismo (identificación) de sus dioses con los autóctonos, aunque impusieron la adoración obligatoria a los dioses capitolinos: Júpiter, Juno y Minerva, pero especialmente al emperador, siendo frecuentes los altares dedicados a su persona, que reforzaban la integridad del Estado romano. A partir del siglo I dC. llegaron a Hispania cultos mistéricos de procedencia oriental, asociados a menudo a rituales de purificación e inmortalidad. Entre ellos debemos considerar al cristianismo, que debió introducirse hacia el siglo III dC. desde las comunidades judías locales o a través del norte de África, y, desde luego, no existen evidencias de la presencia de Santiago el Mayor o san Pablo, como indica la tradición. Al cuestionar el culto imperial, los cristianos se convirtieron en enemigos de la esencia romana y por ello sufrieron persecuciones más o menos violentas con carácter intermitente. La crisis del siglo III favoreció que su dimensión ultraterrena se convirtiese en elemento esencial para su difusión. En 313, el emperador Constantino promulgaba el Edicto de Milán que permitía la nueva religión y durante el gobierno de Teodosio el Grande (fines del s. IV) se convertía en religión oficial. Este hecho tuvo una doble consecuencia: por una parte, la Iglesia se convirtió en elemento esencial en la latinización definitiva de Hispania; por otra, el cristianismo perdió su independencia a favor de los emperadores y el poder civil. Este segundo aspecto motivó la aparición en el seno del cristianismo de doctrinas y sectas heréticas. En Hispania, la más relevante fue el priscilianismo, un movimiento que se extendió especialmente por Galicia y Lusitania en el siglo IV, impulsado por el obispo de Ávila Prisciliano. Su doctrina propugnaba una religiosidad extrema y exigía a sus fieles el voto de pobreza. Fue denunciado por obispos rivales y acusado de herejía, y por ello ejecutado, aunque un sector importante de la iglesia lo consideró un mártir y siguió abrazando sus doctrinas en el noroeste peninsular. (Para algunos historiadores los restos venerados en Compostela pertenecerían a Prisciliano o a alguno de sus compañeros).


EL REINO VISIGODO.

A partir del siglo III dC. se inició la decadencia del Imperio romano, motivada por los siguientes factores:
- La crisis del sistema esclavista debido a la paralización de las conquistas y en consecuencia la escasez de mano de obra, el aumento de los salarios y el inicio de un proceso de ruralización.
- La impotencia de las autoridades imperiales para mantener el ejército debido a la falta de recursos. Y, como consecuencia, la necesidad de recurrir a mercenarios bárbaros a cambio de tierras en las fronteras del Imperio.
- La decadencia de los núcleos urbanos y el aumento de las luchas civiles, frecuentemente protagonizadas por los bárbaros, que terminaron por acelerar su caída.

Durante los siglos III y IV ya se detectó en la Península la presencia de bandas de pueblos germanos. No obstante, la primera gran invasión tuvo lugar en 409, cuando suevos, vándalos y alanos (éstos de origen asiático) penetraron en Hispania a través de los Pirineos. Los vándalos se dirigieron al sur, desde donde atravesaron el estrecho hacia el continente africano, los alanos se instalaron en el centro y este siendo absorbidos por la población indígena y, finalmente, los suevos se dirigieron hacia Gallaecia donde fundaron un reino independiente hasta fines del siglo VI.

De todos estos pueblos, los visigodos eran, sin duda, los más romanizados. Llegaron a la Península en 416 para combatir a los invasores anteriores en nombre de Roma y tras firmar un foedus (pacto) con la metrópoli por el que se les concedía un territorio autónomo al sur de Francia con capital en Tolosa (Toulouse). Su asentamiento definitivo en Hispania se producirá –desmembrado ya el imperio de occidente en 476- a partir de 507, tras la derrota sufrida en Vouillé a manos de otro pueblo germánico: los francos. A partir de este momento se inicia el reino visigodo de Toledo, ciudad elegida como capital por su situación estratégica y por estar alejada de los principales centros de población hispanorromanos, en la periferia. De esta manera se confirmaba la separación inicial entre ambas poblaciones (los germanos eran apenas cien mil para una población estimada de cinco millones), muy diferentes entre sí: mientras los visigodos se regían por el derecho visigodo (basado en la costumbre), los hispanorromanos lo hacían por el derecho romano; aquellos abrazaban el arrianismo (herejía cristiana que renunciaba a la existencia de la Trinidad divina), y éstos eran católicos, etc.

Desde la segunda mitad del siglo VI la monarquía visigoda se fortaleció considerablemente. El rey Leovigildo combatió contra bizantinos al sur y vascones al norte, y conquistó el reino suevo, pero fracasó al intentar convertir al arrianismo a la población romana. Por el contrario, su hijo Recaredo logró la unificación religiosa a la inversa, mediante la aceptación de una Iglesia católica unitaria y nacional en el III Concilio de Toledo (589). Los concilios se convirtieron a partir de entonces en asambleas magnas del Estado, además de órganos de disciplina religiosa y moral.

En el siglo VII se consolidaron las bases para la consecución de un reino unitario continuador de la tradición latina e imperial. En tiempos de Suintila (621-631) se terminó con la presencia bizantina en Hispania logrando la integración territorial. A su muerte, y tras la enésima revuelta nobiliaria, el IV Concilio de Toledo (633) consagró el principio de monarquía electiva: el rey sería elegido por acuerdo entre los obispos y la nobleza. Algunos años después Recesvinto promulgaba el Liber Iudicum o Iudiciorum (VIII Concilio de Toledo, 653), que ponía fin a las barreras jurídicas que habían separado a los visigodos de los hispanorromanos y sentaba las bases legales de los futuros reinos medievales peninsulares.

Pero, al tiempo que se consolidaba el nuevo Estado, la monarquía visigoda se debilitaba por su supeditación a los intereses de la nobleza y los prelados, en una sociedad profundamente ruralizada y conflictiva, con una economía en recesión . Así, los últimos años del reino visigodo fueron una pugna continua entre facciones nobiliarias en su lucha por el poder que podemos ejemplificar en el enfrentamiento, a principios del siglo VIII, del rey Roderico (Rodrigo) con los hijos de su antecesor Vitiza. En este contexto, la irrupción del Islam en el Mediterráneo occidental amenazaba seriamente a un reino en crisis. En 711, las tensiones entre nobleza y monarquía proporcionaron la excusa para el desembarco en Algeciras de una expedición militar musulmana. Roderico fue vencido en la batalla de Guadalete (Cadiz) y en apenas tres años el reino visigodo de Toledo se desmoronó.

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