viernes, 15 de octubre de 2010

0. LA PROTOHISTORIA EN LA PENÍNSULA IBÉRICA




Las comunidades protohistóricas peninsulares discurren desde el momento en que se hace alusión a ellas en las fuentes clásicas: Herodoto (Historia, Libro IV: Calaios de Samos llega a Tartessos), Estrabón (descripción general de la Península ibérica, en el Libro de viajes de Posidonio), etc., hasta que Roma las arrastra a una experiencia inequívocamente histórica. Todo ello en el contexto de la evolución de los poblados del Bronce mediante culturas que desarrollarán formas autóctonas, el desarrollo de la Edad del Hierro, a través de pueblos procedentes de centroeuropa, y la llegada a nuestras costas de expediciones procedentes del Mediterráneo oriental en búsqueda de metales.

Los Tartessos.
Es el primer estado peninsular de cuya presencia se tiene testimonios escritos: identificada con la Tarsis bíblica o a través de la literatura grecorromana. Todos estos textos los sitúan en el sur peninsular, junto a la desembocadura del Guadalquivir. El desarrollo de una investigación sistemática del territorio, desde los años ochenta, ha permitido descubrir una cierta unidad de establecimientos de tradición local con elementos orientalizantes, que se extienden desde Huelva hasta Cartagena, y en los que se advierte un importante desarrollo comercial en torno a la metalistería.
Su esplendor coincidirá aproximadamente con la colonización fenicia, entre los siglos VII y VI a. C., tal y como confirman los datos históricos referidos a su célebre rey Argantonio, así como los restos arqueológicos más sobresalientes aparecidos en yacimientos del sur peninsular: Tesoro de Carambolo o Tesoro de Évora

Las colonizaciones.
Proceden del Mediterráneo oriental o medio, y obedecen a motivos económicos, en especial a la obtención de metales. Están protagonizadas por tres pueblos:

Los fenicios.
Se asientan en la Península Ibérica hacia el año 800 a.C. De los asentamientos fenicios en la costa peninsular se conocen pocos nombres: Gadeira (Cádiz), Malaka (Malaga), Sexi (Almuñecar) y Abdera (Adra). Todos ellos suelen conformarse en costas fácilmente defendibles y con ensenadas para el atraque de sus barcos de poco calado.
Su objetivo esencial en la Península fue la explotación mineral (recientes hallazgos han demostrado su interés por el comercio de metales de uso: hierro y bronce, así como metales preciosos, en especial de oro) a cambio de productos manufacturados (telas, objetos decorativos de marfil, cerámica, etc.). Estas relaciones comerciales determinan el carácter de los asentamientos fenicios: se trata de factorías comerciales con manufactura propia que practican el libre intercambio de bienes con las tribus indígenas del interior.
Sólo cuando las metrópolis: Tiro, Sidón, etc., son incorporadas al imperio neobabilónico se interrumpen las relaciones fenicias con Occidente, quedando los asentamientos aislados. Este cambio significa sin duda un importante hito que marca el comienzo de la historia púnica en la península Ibérica.

Los cartagineses.
Tras la caída de Tiro, en manos de Nabucodonosor (573a. C.) suplantan a los fenicios en el Mediterráneo occidental, donde surgen rivalidades con los griegos que desembocan en la batalla de Alalia (573). La victoria púnica significó la supremacía de Cartago sobre la mitad sur peninsular, estableciendo una talasocracia de la que dependían las antiguas colonias fenicias y las nuevas fundaciones como Kashdahar (Cartagena) o Ebyssus (Ibiza). Con los Bárcidas se inicia la conquista de la Península ibérica que suponía para Cartago la compensación de la pérdida de Sicilia tras la primera guerra púnica. La firma del Tratado del Ebro, 226a. C., con Roma, fijaba el límite del dominio cartaginés. Con el ataque a Sagunto, ciudad ibérica aliada de Roma, estalla la Segunda Guerra Púnica, que propiciaría el establecimiento definitivo de los romanos en la península Ibérica.

Los griegos.
La tradición aparentemente histórica ofrecida por Estrabón inicia la colonización rodia en el siglo IX a. C. Pero no es antes del siglo VII que encontramos vestigios arqueológicos de comerciantes foceos en las costas gerundenses (Emporion).
La presencia griega en la Península Ibérica está testimoniada por abundantes restos conservados: cerámica, piezas de bronce, etc., así como por el establecimiento de relaciones monetarias con los pueblos indígenas.
Como vimos, el declinar griego en el Mediterráneo occidental discurre paralelo al ascenso de la talasocracia cartaginesa y al establecimiento de un estado poderoso en el sur peninsular.

4.3. Los pueblos prerromanos de la Península.

Aparte de Tartessos, las fuentes escritas y arqueológicas nos permiten conocer otros pueblos peninsulares. Tradicionalmente se ha venido considerando una división entre pueblos íberos y celtas, que conviene matizar:
· Lo íbero es un fenómeno cultural desarrollado entre los pueblos de la Edad del Bronce en el área del Mediterráneo, que hablarían una misma lengua (con variedades dialectales), poseerían una cultura material relativamente homogénea y un desarrollo socioeconómico similar, con importantes variaciones regionales.
· Lo celta se refería a una serie de pueblos foráneos llegados en oleadas (tradicionalmente se han considerado dos) durante los siglos IX y VI; introductores del hierro y la incineración (esto los pondría en relación con la introducción en la Península de las Culturas de Hallstat y La Tene, de lo que hoy se duda, al menos en su homogeneidad) y establecidos como casta militar, a veces, sobre los pueblos indígenas del valle del Ebro y del Duero preferentemente.

La entrada en la Historia.

La invasión peninsular por los romanos, a raíz de la 2ª Guerra Púnica, supuso la entrada de nuestro territorio en la Historia Antigua Mediterránea. El grado de cultura de los pueblos autóctonos determinará la forma de afrontar la dominación y su larga duración. Así, mientras los pueblos mediterráneos la observaron esencialmente como un proceso de asimilación a otra cultura superior, los de la meseta y el norte peninsular opusieron tenaz resistencia, primero en Numancia (133) y más tarde durante las campañas cantabro-astúricas (29-19 a. C.), que demandaron la presencia del propio emperador Augusto. . La caída del último bastión hispano dio paso a un dilatado periodo de tranquilidad, dentro de la “Pax Romana”, que tendría consecuencias muy importantes sobre la península Ibérica: el proceso de romanización.

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